Si hay días en los que te levantas con mucha energía y ganas de comerte el mundo y pese a eso, cuando te vas a dormir, tienes la sensación de que te ha faltado algo, que no has completado tu misión del día y es ahí en la que crece en ti una pequeña frustración.
Nos ha tocado vivir un mundo en el que resulta habitual convivir con el impacto emocional, con nuestras emociones, con las que, preparados o no, forman parte de nuestro día a día.
Describirlas o mencionar cual nos aflige en cada momento, resulta complejo para una mente que no haya sido habituado a convivir con ellas y empezarlo, resulta un camino espinoso en el que acabas confirmando el mal uso que mucha gente hace de ellas.
En muchas lenguas latinas, como el catalán o el castellano, es muy frecuente la confusión del uso de los verbos de ser y estar, mas si cabe cuando nos referimos a las emociones y, en particular, a los estados emocionales, en el que muchos mezclamos los verbos, reflejando con ello una determinada ambigüedad entre la permanencia (más asociada al verbo ser) y a la temporalidad (asociada al estar).
Por ejemplo, no es lo mismo, expresar «estoy muy nervioso» que «soy muy nervioso«. En una primera acepción, nos referiríamos a un estado completamente pasajero ante una pequeña incertidumbre que se aproxima en el tiempo; mientras tanto, que la segunda acepción, sugiere que forma parte de una característica permanente de la personalidad de ese individuo.
Ciertamente, no es lo mismo, sentarnos de forma tranquila a escribir en un diario o un artículo, escribir un mensaje de envio instantáneo o directamente estar conversando con una determinada persona, sea de forma telefónica o de forma presencial. En nuestro día a día la comunicación deviene fundamental en sus múltiples formas, incluso aquella que no hablamos y resulta ser percibida por los sentidos de la otra persona, de ahí que entender y comprender lo que nos quieren decir.
En el ejemplo que he puesto encima de la mesa, la primera acepción podría conducir al oyente a lanzar una serie de mensajes o a una interacción más tranquilizadora o calmada, en aras a intentar reducir ese estado de nerviosismo que pudiere tener esa persona, de ahí el estado temporal o pasajero. Sin embargo, en la segunda acepción, cuando lo tiene como rasgo de la personalidad, lanzar mensajes tranquilizadores supone una modificación o una alteración que, probablemente, resulte infructuosa e inútil.
Yo siempre suelo afirmar que en una conversación, yo suelo ser tener la responsabilidad en cuanto a las palabras que utilizo, como las uso y lo que expreso con ellas. Sin embargo, no puedo ser responsable de lo que la persona que me oye entiende, comprende o interpreta.
De ahí, que, muchas veces, resulta fundamental no centrarse únicamente en las palabras utilizadas, sino que debemos acoger el estado de la persona, el ambiente, la posición física, el momento del día… eso, generalmente, podemos controlarlo, pero también nuestro mensaje puede depender del estado emocional de la otra persona y de lo que la otra persona haya podido vivir, lo que significará una mayor o menor recepción del mensaje.
¿No os ha pasado que lanzar una misma frase en diferentes momentos, puede llevar aparejado una interpretación u otra?
No es lo mismo, interactuar con una persona que se encuentra sentada con los brazos cruzados, que hacerlo con una persona que se encuentra en una posición completamente cómoda y no es lo mismo hacerlo a primera hora de la mañana, que hacerlo a última hora. La efectividad de nuestro mensaje puede llegar a ser completamente alterada o influenciada por ese estado.
Y ahí nos lleva esa evolución de nuestro día a día, de todo pueda depender de lo que programamos y queremos o deseamos hacer cuando nos levantamos y lo que efectivamente hemos realizado al final del día. Es una forma de programar objetivos (a primera hora del día) y rendición de cuentas (al término del mismo). En todo ello, también, dependerán nuestras emociones.









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